domingo, 2 de febrero de 2014

La torre de cubos

        Anoche tuve un sueño algo extraño, me demoré en la cama lo necesario intentando traer a la vigilia las imágenes oníricas que aparecían y desaparecían de mi mente.
        Había una isla en medio del mar con numerosas casas y departamentos, todo parecía estar tranquilo pero cada día el mar le iba ganando terreno a la tierra motivo por el cual muchas personas ya no vivían en sus casas, estaban abandonadas, sepultadas debajo del agua azul.  Sólo quedaba un hombre en aquel lugar,  había construido un cuarto sobre el techo de su casa y cuando éste era  inundado, armaba otro piso y otro y otro, siempre hacia arriba, siempre lejos del mar que avanzaba y ya se había llevado todo, sus amigos, su familia.   Aquel hombre estaba solo en esa isla, en ese cuarto superior de la torre de cubos que había ido construyendo, sólo le quedaban las cosas que había podido salvar, algunos muebles, dos platos, un par de pantuflas y una foto, una foto en un portarretrato de madera  en la que tres niñas se trepaban a él como si fuera un gran árbol silvestre, las niñas sonreían pero a él se lo veía triste, con la mirada perdida en otro lugar. El hombre se quedaba allí, mirando la foto, vagando en vaya a saber uno qué pensamientos; tan absorto estaba, tan lejos de donde ahora se encontraba que ni siquiera notó el momento en el que el mar como una gran boca abierta y azul cubrió la isla para siempre.

http://youtu.be/50-fWCXvhAY

lunes, 13 de enero de 2014

Del otro lado del mar

Para los que conocen mi viejo hábito de escribir, he vuelto a hacerlo gracias a una visita de mi papá.  Él ya debe estar lejos, del otro lado del mar...  Comparto con ustedes un pequeño fragmento.


Como si fuera una maldición, siempre me enfermaba cuando se acercaba la  Navidad.  Cada año, aproximándose las fiestas de fin de año solía padecer de anginas con placas, eran tan grandes que yo misma podía verlas si abría la boca lo suficiente frente al espejo.  Las altas temperaturas que causaba la infección me hacían delirar con insectos gigantes y monstruos que acechaban detrás de los muebles.  Eran tan convincentes esos delirios que una noche mi hermana mayor quiso acompañarme a la pieza de mis padres pero tenía miedo de que en realidad hubiera alguien escondido detrás del modular.  Yo tenía los ojos enormemente abiertos y le  aseguraba que allí había alguien.  Esa noche papá tenía guardia y mi hermana menor dormía con mamá porque le tocaba a ella según los turnos que aplicábamos rigurosamente.  Andrea me sujetaba de la mano y llamó a mi madre desde donde estaba porque tampoco ella se había animado a avanzar por el oscuro comedor hacia la habitación.  Me contaron que mi mamá vino enseguida y obligó a mi hermana menor a ir a su cuarto para que yo ocupara su lugar.  Nunca recordé nada de esas visiones, lo único que recuerdo de aquellos días es que tenía que tomar unas pastillas enormes, que bebía litros de agua sin poder tragarlas y que sentía como el comprimido  iba desahaciéndose en mi boca.   Era imposible.  Cada ocho horas vivía la misma situación, me colocaba la pastilla bien atrás, tomaba un gran sorbo de agua y hacía un movimiento de cabeza para darle impulso, pero nada, siempre quedaba allí, dando vueltas en mi boca.  Cuando ya era imposible soportar el sabor amargo comenzaba a tener arcadas y mi mamá decía hay dios, dale mamita otra vez, mamá te ayuda, dale.  Pero no podía.  Tanto era así que habíamos planeado otro método para tomar el medicamento y consistía en abrir la cápsula, vaciar el contenido en una cuchara sopera, mezclarlo con azúcar, agregarle Seven up y tragarlo de una vez.  Luego tomaba alguna bebida dulce que contrarrestara el horrible sabor que tenía.  A veces las pastillas no venían en cápsulas, entonces mi mamá las picaba con una cuchilla y repetíamos el procedimiento. 
Una noche ya estaba papá en casa, mamá le había contado nuestro método y papá decía no puede ser, tiene que aprender.  Esa noche vinieron los dos a mi habitación con la pastilla, un vaso y una botella de agua.  A ver, dale, vamos a probar otra vez.  Acá está papá que te ayuda decía mi madre.  Volvimos a intentarlo pero la botella empezó a vaciarse y la pastilla a derretirse en mi boca como era habitual.  Mi papá comenzó a enfadarse, no puede ser, dale, no es tan grande, yo lo intentaba cada vez y había empezado a llorar. Mi padre daba vueltas en la habitación, se agarraba la cabeza y se preguntaba en voz alta pero cómo puede ser no es tan difícil.   Fue tanto su enojo que en esa oportunidad dio un golpe con el puño cerrado en el marco superior de madera de la puerta de la habitación y fue tan grande el susto causado por el estruendo que cuando me recuperé ya no tenía la pastilla en mi boca.  La casa había parecido vibrar y del susto la había tragado sin darme cuenta.  Nunca más volví a  tener problemas para tomar pastillas, tal vez  era porque  inconscientemente recordaba como toda la casa había retumbado entonces.  Ese hecho quedó  grabado en mí como una de las anécdotas más significativas de mi vida porque aquel día descubrí que en el mundo existía Batman, el Hombre Araña, la Mujer Maravilla, Acuaman y Súper Papá.


Por eso creo que la infancia queda siempre envuelta en un manto mágico y más allá de lo que podamos recordar, conserva también un tesoro oculto imposible de agotar que va apareciendo ante nosotros a medida que la vamos contando.   Pero para mí,  la infancia de mi padre era lo otro, lo que abría un vacío imposible de nombrar.

                                                                                                  Del otro lado del mar
                                                                                                     (fragmentos)