OTRO PARAISO PERDIDO
Un lugar inhóspito en la red que quiere recuperar la ternura que siente el corazón al acariciar algo que duerme.
jueves, 30 de diciembre de 2021
El verdugo Sancho Panza
martes, 28 de diciembre de 2021
Canciones en el patio de la escuela
lunes, 11 de octubre de 2021
Mucho más que miedo
Adoro el terror, esa sensación en el estómago, la respiración pendiente de un hilo, acurrucarme en la cama y no pestañear. Pero no sólo eso, quiero una historia de terror, una buena historia de terror que quede días dando vueltas en mi cabeza, que perturbe mi sueño lo suficiente como para saber que algo de ese terror ya estaba en mí, o por el contrario, una historia de terror que logre exorcizarlo, sacarlo fuera, ponerlo lejos.
En Netflix encontré dos oportunidades magníficas para aquellxs que buscan algo más que sangre y gritos desesperados. La primera es Us, una película dirigida por Jordan Peele quien ya nos ha mostrado con Huye (2017), que los peores monstruos somos nosotrxs, siempre somos nosotrxs. El argumento es sencillo. Cuenta las vacaciones de una familia en la playa. Nada más lejos del terror que la arena, el sol y el mar; sin embargo, basta sumar algún personaje misterioso, una feria ambulante y una casa de espejos para enrarecer el lugar hasta hacerlo siniestro. Las plácidas vacaciones se ven alteradas cuando una familia idéntica a la que se ha tomado esos días de descanso intenta entrar a la casa. “Quiénes son”, pregunta la madre. “Somos nosotros”, responde el más chico.
La otra recomendación es una serie. Para aquellxs que creen que las historias de vampiros nada nuevo tienen que decir, Misa de medianoche demuestra que todavía hay tela que cortar. Cuando un cura llega a la isla Crocket, una isla de pescadores que viven en la pobreza, extraños hechos empiezan a ocurrir. Con personajes sólidos, llenos de matices y una atmósfera que hace homenaje a Stephen King, la serie de Mike Flanagan se sostiene con un guion sin fisuras, por momentos existencialista, donde la fe, el fanatismo religioso, la muerte y la vida, aparecen como tema en boca de personajes inolvidables. Si bien a mi modo de ver no es el mejor final, todo lo vale el maravilloso diálogo entre Erin y Riley, dos personajes entrañables que intentan responder a la pregunta más terrorífica de todas. ¿Qué pasa cuando nos morimos? Pero no se asusten. La respuesta es tan bella.
jueves, 22 de julio de 2021
Los veranos de mi vida
Los que no volverán. Esos fueron los mejores veranos de mi vida. Los domingos nos metíamos en el auto y nos íbamos a un parque que tenía pileta cancha de tenis y un lago lleno de peces de colores y como papá siempre fue alto alto y el auto de entonces era chiquito chiquito con el paso de los días se dibujó en el techo una mancha circular justo sobre su cabeza y papá para hacerse el gracioso decía que era la aureola de un santo juntaba las manos como si fuera a rezar y pestañeaba rapidito mirando hacia arriba con cara de bueno y entonces saltaba mamá como si el chiste la indignara eso es mugre Rubén decía qué santo ni ocho cuartos y a nosotras tres nos dolía la panza de tanta risa.
Cuando el auto de papá agarraba velocidad bajábamos la ventanilla y el verano nos estallaba en la cara. Pola siempre iba en el medio porque además de ser la más chica de las tres se le podía volar la peluca y eso es lo único que falta decía mamá porque Pola nació con pelo pero a los tres o cuatro años se le empezó a caer y ya no le creció nunca más.
Aquellos días eran hermosos porque papá estaba con nosotras desde que salía el sol hasta que se iba y me acuerdo que apenas llegábamos al parque bajábamos del auto papá abría el baúl y daba a cada una algo liviano que llevar. Esto vos esto vos y esto vos. Después caminábamos detrás de mamá que buscaba una mesa de cemento debajo de algún árbol y cuando la encontraba la señalaba con el dedo y decía esa es y entonces nosotras corríamos hasta allí perseguidas por una nube de mosquitos dejábamos las bolsas sobre los bancos y enseguida nos quitábamos los pantalones cortos y las remeras porque ya teníamos puesta la malla debajo de la ropa. Pero antes de la pileta teníamos que ir a revisación poner los pies en un banquito de madera y separar los dedos uno por uno primero un pie después el otro frente a un par de ojos que buscaban hongos uñas encarnadas y otras asquerosidades. También nos revisaban la boca y debajo de los brazos entonces papá hablaba a solas con quien estuviese allí para contarle de Pola y la cuestión de la peluca porque al final había que soltarse el pelo para ver que no tuviéramos piojos y cuando al fin terminábamos con todo ese lío de la pileta nos colgaban una fichita del bretel de la maya y nos metíamos en el vestuario porque había que hacer pis y ponerse la gorra de baño frente al espejo cuidando que la oreja no quedara doblada por la mitad y que ningún pelo asomara por debajo. Cuando salíamos del vestuario ahí estaba papá con las manos en la cintura. Todo listo mis niñas preguntaba y nosotras decíamos que sí que sí y que sí revoloteábamos como abejas alrededor de papá y de atolondradas nos tropezábamos con las ojotas chaflanchaflanchaflan pasábamos debajo de las duchas que estaban cerca de la pileta y al fin nos metíamos al agua.
Nuria era la única que sabía tirarse de cabeza. Nuria y papá claro. Pola nunca aprendió ya se sabe por qué y yo tampoco pero de miedosa nomás así que nosotras dos nos sentábamos en el borde de la pileta y después nos dejábamos caer. Jugábamos a aguantar la respiración debajo del agua y nos trepábamos a papá como si fuera un árbol papá nos paraba sobre sus hombros y splash nos tiraba otra vez al agua así y vuelta a empezar mientras mamá nos miraba desde afuera de la pileta porque a ella el agua siempre le dio no sé qué y se la pasaba diciendo cuidado Rubén cuidado y nosotras nos reíamos de sus miedos porque sabíamos que con papá nada malo podía pasarnos.
Después del mediodía nos poníamos las ojotas otra vez y chaflanchaflanchaflan hasta donde estaba mamá que nos esperaba con los toallones abiertos para que no tomáramos frío y lo retaba a papá por llevarnos a lo hondo y él decía tranquila Margarita si yo las miro. Cuando íbamos a comer mamá estiraba el mantel a cuadros sobre la mesa de cemento salpicada por el sol que se metía entre los árboles ponía los vasos de acero inoxidable y preparaba los sanguchitos de salame y queso para nosotras y de mortadela para papá luego sacaba de la heladerita las cubeteras la cerveza y la coca grande y nosotras chochas de contentas porque sólo tomábamos coca en los cumpleaños y en las fiestas. Y a la tarde otra vez al agua y el cielo liso sin una sola arruga y el sol allá arriba.
Cuando volvíamos a casa mamá decía una sopita y a la cama y después caíamos rendidas y dormíamos de corrido sin que nada perturbara nuestro sueño porque aunque había que levantarse temprano para ir a la escuela la tarde entera era nuestra y los patines y las muñecas y las canciones de Rafaela Carrá en el comedor y el elástico y yo con todas yo con vos yo con vos yo por arriba yo por abajo y por eso despertábamos felices. Despertábamos felices porque el verano aún no se había ido de nuestras vidas.
sábado, 19 de diciembre de 2020
La guerra también tiene voz de mujer
La Plaza de Diamante es una de esas obras a las que se llega por recomendación
de otro. Como una perla en el fondo del
mar, no es fácil encontrarla por azar en el inmenso océano de las letras, y no
es que la obra carezca de valor literario, nada de eso. Tal vez sea porque las
guerras siempre fueron narradas desde la mirada del varón, y en esta obra, la
protagonista tiene voz de mujer.
Mercé Rondoreda nació en Barcelona en 1908 y murió en 1983,
cuando yo aún no sabía que iba a terminar amando tanto los libros. La novela
está ambientada en un barrio de Barcelona y narra la historia de Colometa, una
mujer destrozada por la guerra civil.
Narrada en primera persona, despliega un monólogo interior envolvente.
Conmueve la historia que cuenta: las
miserias de la guerra, la cría de palomas, el amor, las esperanzas de la mujer
en aquella época. Pero es la manera de
narrar lo que nos acerca al personaje y lo que vuelve íntima a la novela. Una voz imprescindible que describe de manera singular la otra cara de la moneda.
jueves, 15 de octubre de 2020
Mi mamá era una mujer de radio, nada de tele. Arrancaba tempranito con Radio Rivadavia. Es la mañana y es tan temprana como una rosa, decía la canción que abría el programa de Larrea y que yo detestaba porque debía levantarme para ir a la escuela. Después escuchaba los programas de Badia y se enamoró de Víctor Hugo Morales. Mi mamá era una mujer culta, porque a pesar de no haber terminado la secundaria, la radio le abrió universos que se le habían negado. Quienes la conocieron, deben recordarla siempre con alguna voz de fondo o un tanguito quizás, como pegado a su figura.
El fiambrero
Era uno de esos días de enero cuando el sol castiga la tarde. Caminé hasta la despensa refugiándome en la sombra de los árboles. El vestido se me pegaba al cuerpo y la tierra armaba remolinos como agitada por el aliento del diablo.
Cuando al fin llegué, corrí la cortina de tiras, como si fuera un telón. Dije buenas y entré en escena. El ventilador daba vueltas colgado del techo con tal lentitud, que las moscas podían posarse en sus paletas disfrutando de un viaje en calesita. El fiambrero hacía la cuenta sobre el mostrador, con lápiz y papel, a un señor que tenía en la mano una bolsa de plástico. Después, sería mi turno. Parte de la mercadería estaba al alcance de la mano, así que tomé una paquete de pan lactal y una mayonesa. Sólo me faltaba el fiambre. Luego, iba a volver a casa para refugiarme debajo de un ventilador que diera vueltas en serio. El señor se fue y pedí ciento ciento cincuenta gramos de salame. El fiambrero caminaba con cierta dificultad. Era gordo y tenía el pelo blanco y grasiento. Fue hacia la otra punta del mostrador donde estaba el rollo de papel. Cortó un pedazo y regresó al lugar de origen. Abrió la heladera y sacó el salame. Tomó el cuchillo y comenzó a afilarlo para poder retirar la tripa que lo cubría. Ya estaba listo para cortar. Pero antes, se pasó el antebrazo por la frente al grito de qué calor hace hoy y una mancha de sudor quedó estampada en su camisa. Después, puso el salame entero sobre la máquina, lo presionó contra el filo y dejó caer una feta casi transparente. Detuvo la máquina y la ajustó. Volvió a intentarlo pero esta vez era muy gruesa. Estuvo así un buen rato hasta que a la cuarta o quinta feta de salame, comenzó a cobrar ritmo. Pareció calcular que había llegado al peso indicado, caminó hasta donde estaba el rollo de papel y trajo un separador. Lo colocó sobre la balanza, llevó hasta allí el fiambre cortado y se acercó a mirar cuánto marcaba. Faltan sesenta gramos, dijo, así que volvió a la máquina de fiambre, retiró una nueva feta, la tomó con la pinza y la llevó hasta la balanza. Repitió este procedimiento, feta a feta, yendo y viniendo detrás del mostrador. Su dificultad para caminar retrasaba aún más el despacho. No hace mucho que vivo acá y ya sé que en un pueblo es otro el ritmo de vida, pero conocer al fiambrero me confirmó la idea de que siempre los extremos son malos.
Cuando estaba llegando al peso indicado, comencé a pensar si me convenía o no pedir queso también, pero un sanguche sin queso no es un sanguche, así que cuando me preguntó si quería algo más dije, sí, quiero. Ciento cincuenta de queso. Detrás, se escuchó un suspiro. Me di vuelta y vi una señora que con cara resignada, como si fuese a pasar allí el resto de la tarde. Yo no la había escuchado entrar. Sobre la puerta de entrada, había un reloj de plástico con forma del sol. Eran las cinco y media. El fiambrero fue otra vez hasta la punta del mostrador a buscar un nuevo separador. Sacó el queso de la heladera, afiló el cuchillo y repitió básicamente los mismos movimientos que antes. Cuando calculó el peso aproximado y colocó el fiambre sobre la balanza, vio que faltaban sólo treinta gramos. Sin embargo, lo que ahorró de tiempo ahí, lo despilfarró en conversaciones sobre la lluvia que no llegaba. El problema no era que conversara, sino que cada vez que hablaba suspendía su tarea y se quedaba con la pinza en la mano, duro como estatua. Y que la lluvia no llega y la seca que va a haber y que patatín y que patatán.
Ante la pregunta algo más respondí que no, que ya estaba bien, así que el hombre comenzó a envolver el fiambre pero cuando notó que el papel no le alcanzaba, lo apartó y fue a buscar uno nuevo a la otra punta del mostrador. En ese momento, entró otra señora y se sumó a la espera de brazos cruzados. Qué día, dijo y reinició la disertación sobre el clima. Después, como por acto de magia, sacó un lápiz de atrás de la oreja. Miró la punta y gracias a todos los santos, estaba en óptimas condiciones para apuntar el pedido. Pan... tanto, mayonesa… tanto, salame… tanto, queso… tanto. No va que cuando quiere hacer la línea que cierra la cuenta, se quiebra la mina. Él dijo ¡La pucha! y yo me dije, ¡Hacé la cuenta mentalmente la puta que te parió! El fiambrero me miró como si hubiera adivinado lo que estaba pensando. Lanzó un, ya vengo y desapareció detrás de una puerta que había en el fondo del local. Miré otra vez el reloj. Marcaba las cinco y media. O el reloj no andaba, o allí dentro el tiempo se había detenido para siempre.
Al rato, volvió con un sacapuntas y comenzó a rotar el lápiz en su interior. Cada dos o tres vueltas miraba la mina para ver cómo iba quedando. Antes de trazar la línea final, sopló la punta y le pasó los dedos húmedos con saliva. Apoyó el lápiz en cada número que iba sumando, y decía el resultado en voz alta, como si quisiera demostrar su honestidad frente a la clientela. Me llevo uno, dos y cinco, siete. ¡Ciento setenta! Dijo y sentí me había sacado la lotería. Pagué justo y dije buenas tardes. Estaba tan traspirada que al salir, la cortina de plástico se me pegó al cuerpo como telaraña. Miré el cielo. Estaba nublado y, allá al fondo, unos nubarrones anunciaban la tormenta. Parece que al fin va a llover, pensé y seguí el camino a casa.