Lo que voy a contarles a continuación, me sucedió en estos días; en realidad me está sucediendo. Hace aproximadamente una semana, comencé con cierto malestar en mi oído izquierdo. Era una sensación extraña; el oído se me tapaba y se me volvía a destapar sin que yo hiciera nada. Dejé
pasar algunos días y ahora sé que esa actitud escondió un gravísimo
error, ya que hoy se cumplen dos semanas de ese primer malestar y así
estoy, escuchando a medias todo lo que sucede a mi alrededor.
Mi
segundo error fue intentar buscar una solución por mí misma en lugar de
consultar con quienes realmente saben algo de este asunto. La
cuestión es que atribuí lo sucedido a un tapón de cera y compré las
famosas gotitas que ablandan toda la cochinada que tenemos dentro del
oído y después, con un chorro fuerte de agua tibia sale al exterior. Leí atentamente el prospecto prestando suma atención a una frase que decía que abusar del producto podía causar la perforación del tímpano lo cual no me causó gracia alguna. Como iba diciendo, apliqué rigurosamente, cuatro gotitas tres veces al día. La
cosa es que la sensación que tenía era que en vez de aliviarme, cada
gota reducía aún más mi capacidad de escucha; lo noté cuando mis alumnos
me hacían preguntas y yo, intentando disimular mi problema, les decía
que sí a todo y entonces salían del aula, iban y venían, comían chicle
haciendo globos, y después, cuando les llamaba la
atención, me increpaban diciéndome que me habían pedido permiso y yo los
había autorizado, lo cual seguramente era cierto.
Con los adultos sucedió otra cosa. Cuando
me dirigían la palabra y me miraban esperando una respuesta o algún
comentario de mi parte, no me quedaba otra que contar brevemente lo
sucedido y entonces, no sé si de inocentes o de mala gente nomás, me contaban anécdotas asquerosas de situaciones parecidas vividas con familiares: que
el algodón del hisopo se les había infectado dentro del conducto
auditivo, que el otorrinolaringólogo les había sacado una bola de pelos,
etc. etc. Como podrán imaginarse, me quedé mucho más tranquila después de aquellos relatos nauseabundos.
Pasados
los días que decía el prospecto, me dirigí a la farmacia a comprar una
perita de goma para realizar la segunda parte del tratamiento. Me molestaba caminar porque sentía retumbar mis pasos en la cabeza. Tuve que sacar número porque había bastante gente. Esperé
que me atendieran y le pedí el producto al farmacéutico, quien, cuando
se estaba yendo a buscar el pedido, dijo alzando la voz: - ¿Para enema?
No
sé si en realidad aumentó el silencio en el lugar, lo que sí sé, es que
escuché retumbar su pregunta inoportuna en toda la farmacia, como si se
hubiera generado espontáneamente una acústica especial para que el
señor formulara su pregunta. Después de todo, qué le importa el uso que voy a darle, pensé. Todos esperaban mi respuesta, digo “todos” porque
las personas que también aguardaban su turno, seguramente ya estaban
buscando en su registro de historias familiares algunas oportunas para
la ocasión. Fue un instante de esos que duran más que un instante.
- No sé – dije- yo me lo voy a poner en la oreja-. Lo aclaré bien clarito para que nadie tuviera dudas.
El farmacéutico dio media vuelta desapareció detrás del mostrador para luego regresar con el producto multiuso.
Ahora había que hervir agua, dejarla enfriar, luego cargar la perita y vaciarla con fuerza dentro del oído.
No
hay nada menos erótico ni estimulante que pedirle al marido de una que
realice esta operación. Después no digan que no les avisé.
Él
dijo que no le impresionaba ni le daba asco y no contando con otra
persona que se ofreciera a tan noble empresa, dejé que lo intentara. Nada. Me vació medio litro de agua dentro de la oreja y nada. El agua volvió a salir limpita.
Supongo que podré contarles la segunda parte de esta historia el lunes, cuando por fin vea al otorrinonaringólogo. Nunca
pensé que se podía amar a alguien sin conocerlo, pero les aseguro que
amo a ese hombre que me regresará al mundo de los oyentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario