Anoche tuve un sueño algo extraño, me demoré en la cama lo necesario intentando traer a la vigilia las imágenes oníricas que aparecían y desaparecían de mi mente.
Había una isla en medio del mar con numerosas casas y departamentos, todo parecía estar tranquilo pero cada día el mar le iba ganando terreno a la tierra motivo por el cual muchas personas ya no vivían en sus casas, estaban abandonadas, sepultadas debajo del agua azul. Sólo quedaba un hombre en aquel lugar, había construido un cuarto sobre el techo de su casa y cuando éste era inundado, armaba otro piso y otro y otro, siempre hacia arriba, siempre lejos del mar que avanzaba y ya se había llevado todo, sus amigos, su familia. Aquel hombre estaba solo en esa isla, en ese cuarto superior de la torre de cubos que había ido construyendo, sólo le quedaban las cosas que había podido salvar, algunos muebles, dos platos, un par de pantuflas y una foto, una foto en un portarretrato de madera en la que tres niñas se trepaban a él como si fuera un gran árbol silvestre, las niñas sonreían pero a él se lo veía triste, con la mirada perdida en otro lugar. El hombre se quedaba allí, mirando la foto, vagando en vaya a saber uno qué pensamientos; tan absorto estaba, tan lejos de donde ahora se encontraba que ni siquiera notó el momento en el que el mar como una gran boca abierta y azul cubrió la isla para siempre.
http://youtu.be/50-fWCXvhAY
Un lugar inhóspito en la red que quiere recuperar la ternura que siente el corazón al acariciar algo que duerme.
domingo, 2 de febrero de 2014
lunes, 13 de enero de 2014
Del otro lado del mar
Para los que conocen mi viejo hábito de escribir, he vuelto a hacerlo gracias a una visita de mi papá. Él ya debe estar lejos, del otro lado del mar... Comparto con ustedes un pequeño fragmento.
Como
si fuera una maldición, siempre me enfermaba cuando se acercaba la Navidad.
Cada año, aproximándose las fiestas de fin de año solía padecer de
anginas con placas, eran tan grandes que yo misma podía verlas si abría la boca
lo suficiente frente al espejo. Las
altas temperaturas que causaba la infección me hacían delirar con insectos
gigantes y monstruos que acechaban detrás de los muebles. Eran tan convincentes esos delirios que una
noche mi hermana mayor quiso acompañarme a la pieza de mis padres pero tenía
miedo de que en realidad hubiera alguien escondido detrás del modular. Yo tenía los ojos enormemente abiertos y
le aseguraba que allí había
alguien. Esa noche papá tenía guardia y
mi hermana menor dormía con mamá porque le tocaba a ella según los turnos que
aplicábamos rigurosamente. Andrea me
sujetaba de la mano y llamó a mi madre desde donde estaba porque tampoco ella
se había animado a avanzar por el oscuro comedor hacia la habitación. Me contaron que mi mamá vino enseguida y
obligó a mi hermana menor a ir a su cuarto para que yo ocupara su lugar. Nunca recordé nada de esas visiones, lo único
que recuerdo de aquellos días es que tenía que tomar unas pastillas enormes, que
bebía litros de agua sin poder tragarlas y que sentía como el comprimido iba desahaciéndose en mi boca. Era imposible. Cada ocho horas vivía la misma situación, me
colocaba la pastilla bien atrás, tomaba un gran sorbo de agua y hacía un
movimiento de cabeza para darle impulso, pero nada, siempre quedaba allí, dando
vueltas en mi boca. Cuando ya era
imposible soportar el sabor amargo comenzaba a tener arcadas y mi mamá decía
hay dios, dale mamita otra vez, mamá te ayuda, dale. Pero no podía. Tanto era así que habíamos planeado otro
método para tomar el medicamento y consistía en abrir la cápsula, vaciar el
contenido en una cuchara sopera, mezclarlo con azúcar, agregarle Seven up y
tragarlo de una vez. Luego tomaba alguna
bebida dulce que contrarrestara el horrible sabor que tenía. A veces las pastillas no venían en cápsulas,
entonces mi mamá las picaba con una cuchilla y repetíamos el
procedimiento.
Una
noche ya estaba papá en casa, mamá le había contado nuestro método y papá decía
no puede ser, tiene que aprender. Esa
noche vinieron los dos a mi habitación con la pastilla, un vaso y una botella
de agua. A ver, dale, vamos a probar
otra vez. Acá está papá que te ayuda
decía mi madre. Volvimos a intentarlo
pero la botella empezó a vaciarse y la pastilla a derretirse en mi boca como
era habitual. Mi papá comenzó a
enfadarse, no puede ser, dale, no es tan grande, yo lo intentaba cada vez y
había empezado a llorar. Mi padre daba vueltas en la habitación, se agarraba la
cabeza y se preguntaba en voz alta pero cómo puede ser no es tan difícil. Fue
tanto su enojo que en esa oportunidad dio un golpe con el puño cerrado en el
marco superior de madera de la puerta de la habitación y fue tan grande el
susto causado por el estruendo que cuando me recuperé ya no tenía la pastilla
en mi boca. La casa había parecido
vibrar y del susto la había tragado sin darme cuenta. Nunca más volví a tener problemas para tomar pastillas, tal vez
era porque inconscientemente recordaba como toda la casa
había retumbado entonces. Ese hecho quedó grabado en mí como una de las anécdotas más
significativas de mi vida porque aquel día descubrí que en el mundo existía Batman,
el Hombre Araña, la Mujer Maravilla, Acuaman y Súper Papá.
Por
eso creo que la infancia queda siempre envuelta en un manto mágico y más allá
de lo que podamos recordar, conserva también un tesoro oculto imposible de
agotar que va apareciendo ante nosotros a medida que la vamos contando. Pero para
mí, la infancia de mi padre era lo otro,
lo que abría un vacío imposible de nombrar.
Del otro lado del mar
(fragmentos)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)