Como
si fuera una maldición, siempre me enfermaba cuando se acercaba la Navidad.
Cada año, aproximándose las fiestas de fin de año solía padecer de
anginas con placas, eran tan grandes que yo misma podía verlas si abría la boca
lo suficiente frente al espejo. Las
altas temperaturas que causaba la infección me hacían delirar con insectos
gigantes y monstruos que acechaban detrás de los muebles. Eran tan convincentes esos delirios que una
noche mi hermana mayor quiso acompañarme a la pieza de mis padres pero tenía
miedo de que en realidad hubiera alguien escondido detrás del modular. Yo tenía los ojos enormemente abiertos y
le aseguraba que allí había
alguien. Esa noche papá tenía guardia y
mi hermana menor dormía con mamá porque le tocaba a ella según los turnos que
aplicábamos rigurosamente. Andrea me
sujetaba de la mano y llamó a mi madre desde donde estaba porque tampoco ella
se había animado a avanzar por el oscuro comedor hacia la habitación. Me contaron que mi mamá vino enseguida y
obligó a mi hermana menor a ir a su cuarto para que yo ocupara su lugar. Nunca recordé nada de esas visiones, lo único
que recuerdo de aquellos días es que tenía que tomar unas pastillas enormes, que
bebía litros de agua sin poder tragarlas y que sentía como el comprimido iba desahaciéndose en mi boca. Era imposible. Cada ocho horas vivía la misma situación, me
colocaba la pastilla bien atrás, tomaba un gran sorbo de agua y hacía un
movimiento de cabeza para darle impulso, pero nada, siempre quedaba allí, dando
vueltas en mi boca. Cuando ya era
imposible soportar el sabor amargo comenzaba a tener arcadas y mi mamá decía
hay dios, dale mamita otra vez, mamá te ayuda, dale. Pero no podía. Tanto era así que habíamos planeado otro
método para tomar el medicamento y consistía en abrir la cápsula, vaciar el
contenido en una cuchara sopera, mezclarlo con azúcar, agregarle Seven up y
tragarlo de una vez. Luego tomaba alguna
bebida dulce que contrarrestara el horrible sabor que tenía. A veces las pastillas no venían en cápsulas,
entonces mi mamá las picaba con una cuchilla y repetíamos el
procedimiento.
Una
noche ya estaba papá en casa, mamá le había contado nuestro método y papá decía
no puede ser, tiene que aprender. Esa
noche vinieron los dos a mi habitación con la pastilla, un vaso y una botella
de agua. A ver, dale, vamos a probar
otra vez. Acá está papá que te ayuda
decía mi madre. Volvimos a intentarlo
pero la botella empezó a vaciarse y la pastilla a derretirse en mi boca como
era habitual. Mi papá comenzó a
enfadarse, no puede ser, dale, no es tan grande, yo lo intentaba cada vez y
había empezado a llorar. Mi padre daba vueltas en la habitación, se agarraba la
cabeza y se preguntaba en voz alta pero cómo puede ser no es tan difícil. Fue
tanto su enojo que en esa oportunidad dio un golpe con el puño cerrado en el
marco superior de madera de la puerta de la habitación y fue tan grande el
susto causado por el estruendo que cuando me recuperé ya no tenía la pastilla
en mi boca. La casa había parecido
vibrar y del susto la había tragado sin darme cuenta. Nunca más volví a tener problemas para tomar pastillas, tal vez
era porque inconscientemente recordaba como toda la casa
había retumbado entonces. Ese hecho quedó grabado en mí como una de las anécdotas más
significativas de mi vida porque aquel día descubrí que en el mundo existía Batman,
el Hombre Araña, la Mujer Maravilla, Acuaman y Súper Papá.
Por
eso creo que la infancia queda siempre envuelta en un manto mágico y más allá
de lo que podamos recordar, conserva también un tesoro oculto imposible de
agotar que va apareciendo ante nosotros a medida que la vamos contando. Pero para
mí, la infancia de mi padre era lo otro,
lo que abría un vacío imposible de nombrar.
Del otro lado del mar
(fragmentos)
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