Lo maravilloso de la
ficción es que aunque sea un mundo inventado, lo que provoca en
nosotros es absolutamente real. Podemos llorar con un poema, una
película o una novela, podemos reirnos, emocionarnos o indignarnos y
ese sentir será verdadero y tendrá tanta intensidad como la mentira
de la ficción. Les cuento esto porque cuando descubrí la serie
Stranger Things ya no pude abandonarla pues está anclada en mi
infancia y puede que de alguna manera me ayude a recordarla. Es una
serie generacional, ambientada en los 80. No solamente está llena
de objetos y situaciones de esos años, sino que en la historia los
protagonistas son niños, niños de esa época, que hacen cuevas con
sábanas y mantas en sus habitaciones, tienen códigos secretos y
hablan entre ellos por wokitokis elaborando planes que sólo a esa
edad se pueden inventar. Vienen a nosotros como relámpagos las
imágenes de las películas de Spielberg cuando los vemos andar en
bicicletas durante la noche iluminando las calles del barrio con sus
focos delanteros en medio de una atmósfera sobrenatural. También
hay referencias a Carpenter, a Stephen King y a George Lucas, pero si
perteneces a otra generación, la serie no te deja afuera; es una
historia que te hace lugar y te abraza desde el comienzo con la
inmensa ternura que despiertan sus personajes.
Me estoy demorando
intencionalmente en mirarla, como cuando era una niña y no quería
que se acabara mi helado de chocolate, pero cada vez que decido
avanzar en su recorrido siento que paradógicamente voy hacia atrás
y vuelvo a mi primera casa cuando papá subía al techo y preguntaba
a los gritos si se veía mejor mientras maniobraba la antena de la
televisión y mi mamá dejaba levar los bollos de pizza cerca del
horno encendido.
Stranger Things es
una historia tan bien contada que contiene en su interior todas las
demás.
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