El fiambrero
Uno
viene de capital y es lógico que sea otro el ritmo de vida pero conocer al
fiambrero me ha vuelto a confirmar la idea de que siempre los extremos son
malos. No es que el hombre se dedique a
cortar fiambre únicamente, sólo que
quién pidió fiambre alguna vez en ese lugar sabe porqué esa tarea parece
anular todas las demás.
LLego
una tarde a la despensa de pueblo apartando de mi cara la típica cortina de
plástico a tiras como si me sumergiera
un submundo o como si hubiera corrido el telón de un escenario y
descubriera de pronto a los actores en medio de una obra. Mosaicos gastados, un viejo mostrador en ele. El ventilador daba vueltas colgado del techo
a una velocidad tal que las moscas podían detenerse en sus paletas disfrutando
del entretenimiento de una especie de calesita mientras los que aguardábamos
nuestro turno, agitábamos un papel o lo que teníamos a mano sobre nuestros
rostros para esquivar el calor.
El
fiambrero acababa de realizar la suma de la cuenta a la persona que se
encontraba delante de mí, así que yo sería la próxima en ser atendida.
Parte de la mercadería estaba al
acceso del consumidor así que tomé una paquete de pan en rebanadas y
mayonesa. Sólo necesitaba fiambre y me
iría nuevamente a mi hogar para refugiarme debajo de un ventilador que diera
vueltas en serio.
Saludé
cordialmente y pedí ciento ciencuenta gramos de salame. El hombre caminaba con cierta
dificultad. Supuse que tendría unos
sesenta y pico de años, estaba entrado en carnes y tenía el pelo blanco y
desprolijo. Transpiraba. Se dibujaban en su frente algunas gostas de
sudor que deseaba no cayeran sobre el fiambre.
Caminó hacia la otra punta del mostrador donde estaba el rollo de
papel. Lo cortó y regresó hacia el lugar
de origen. Abrió la heladera y sacó el salame.
Tomó el cuchillo y comenzó a afilarlo para poder retirar con mayor
facilidad la tripa que lo cubría. Ahora sí, ya estaba listo para cortar. Lo colocó sobre la máquina y dejó caer una
feta casi transparente, detuvo la máquina y la ajustó, volvió a intentarlo pero
esta vez era muy gruesa. Estuvo asi un
buen rato hasta que a la cuarta o quinta feta de salame el hombre comenzó a
cobrar ritmo. Cuando calculó que había
llegado al peso indicado, se dirigió hacia el lugar donde estaba el rollo de
papel y trajo un separador, uno sólo. Lo colocó sobre la balanza y llevó hasta
allí el fiambre cortado. Faltaban 60
gramos así que volvió a la máquina de fiambres retiró una nueva feta, la tomó
con la pinza y la llevó hacia la balanza.
Repitió este procedimiento hasta alcanzar los ciento cincuenta
gramos. Les recuerdo que el hombre tenía
dificultades para caminar, lo cual retrasaba aún más el despacho. Cuando estaba
llegando al peso indicado, comencé a pensar
si me convenía o no pedir queso también, pero imaginé que un sanguche de
salame sin queso no es un sanguche así que cuando me preguntó si quería algo
más dije: - Sí, quiero. Ciento cincuenta
de queso. Detrás mío se escuchó un
suspiro. Volteé levemente y vi a una
señora gorda que se apoyaba en el mostrador ofuscada por ver que pasaría allí
el resto de la tarde. Yo estaba tan
concentrada en cada feta de fiambre que no la había escuchado entrar.
El
fiambrero se dirigió nuevamente hacia la otra punta del mostrador a buscar un
nuevo separador, uno sólo. Sacó el queso
de la heladera, afiló el cuchillo y repitió básicamente los mismos movimientos
con la excepción de que esta vez le faltaban sólo cuarenta gramos cuando hizo
el cálculo aproximado y colocó el fiambre sobre la balanza. Sin embargo lo que ahorró de tiempo en esa
situación, lo despilfarró en conversaciones triviales que iniciaba con cada uno
de los que ingresaba al local sobre la lluvia que no llegaba. El problema no era que conversara, sino que
cada vez que hablaba suspendía su tarea, en este caso, atenderme a mí que así
como veinte minutos que estaba dentro de esa caldera.
Iba
a pedir jamón, pero como se imaginarán eché atrás mi decisión y ante la
pregunta algo más respondí que no, que ya estaba bien, así que el hombre
comenzó a envolver el fiambre pero cuando notó que el papel no le alcanzaba, lo
apartó y fue a buscar uno nuevo a la otra punta del mostrador.
Las personas que esperaban ser atendidas, que ya eran tres, lo seguían con la mirada
sin pestañar como si fuera una jugada de tenis.
Regresó y sacó su lápiz de detrás de la oreja, oculto entre las
canas, simulando casi un acto de magia,
pues nadie había notado que lo tuviera allí.
Miró la punta y gracias a todos los santos que veneramos, estaba en
óptimas condiciones para apuntar el pedido.
Pan... tanto, mayonesa...tanto, salame...tanto y queso...tanto. Si en algún lugar del universo está Dios
no entiendo por qué nos abandona en momentos como éstos. No va que cuando quiere hacer la línea que
cierra la cuenta se quiebra la mina. Él
dijo pucha! y yo, yo... Comencé a repetir por dentro "Hacela
mentalmente la puta que te parió".
Pensé en darle cincuenta pesos y decirle que se quedara con el cambio
pero luego alcancé a ver los números y vi que daba treinta cuatro sin embargo
no quería ser descortés ni poner en evidencia su poca habilidad con los números,
así que esperé una vez más.
El bendito fiambrero desapareció
detrás de una pequeña puerta que había en el fondo del local donde seguramente
encontraría un nuevo lápiz no obstante, regresó con un sacapuntas y comenzó a
rotar el lápiz en su interior observando cada dos o tres vueltas cómo iba
quedando. Me detuve en los rostros
brillosos de sudor de las personas que aguardaban, que ya eran cuatro, y
entendí el porqué de sus ojeras.
Treinta
y cuatro- dijo- Y yo sentí que me había
sacado la lotería.
Un
día regresé, era tarde, estaba a punto de cerrar y lógicamente no iba a pedir
fiambre , sin embargo la demora se generaba igual, no de manera tan aguda,
claro. El fiambrero le contaba a otro
hombre lo cansado que estaba últimamente porque desde la muerte de su madre
había tenido que encargarse solo de
atender a los clientes. Al
instante entraron dos o tres personas más, casi al mismo tiempo. Y entonces dijo una frase que me hizo
reflexionar sobre lo sucedido días atrás y hasta me hizo sentir compasión por
aquel hombre que no podía dar otro ritmo que no fuera el del lugar a su manera
de atender. Suspiró y dijo: -Miren que
por hoy no corto más fiambre!
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