El que se las sabe todas
Este tipo de personaje no habita sólo en
lugares como estos, algo solitarios, polvorientos, lejos del ruido y de las
tentaciones que ofrece el consumo. Es un tipo de hombre que desarrolla su
especie en varios puntos de nuestro querido país; puede que usted, lector de
este relato, se haya cruzado con uno alguna vez. La principal diferencia del
personaje del que les hablaré con el resto, es que éste pareciera ser el
primero en extender la cadena de personas que poseen esa falta de humildad
desorbitante que genera en los demás cierta vergüenza y que, sin embargo, son
capaces de realizar comentarios ofensivos sobre el otro para vanagloriarse sin
siquiera notar que han sido groseros en demasía.
La cosa es que cuando uno sale a la calle y ve
a lo lejos dibujarse su figura, tiene dos opciones: o disimula y cambia de
dirección haciendo evidente que intenta esquivarlo, o se cruza con él con la
seguridad de que escuchará comentarios a boca de jarro sobre sus mejores y más
fuertes caballos, sobre su inigualable rastrojero porque es el más aguantador,
sobre su hermosa casa que asegura ser la mejor de todo el pueblo, etc. etc.
etc. Un poquito de autoestima está bien pero pasados los treinta minutos la conversación
se vuelve tediosa. En realidad uno no conversa con este tipo de personaje, sino
que simplemente presencia la exposición de un relato absolutamente vanidoso en
el cual uno es sólo oyente. Tu única
participación se limita a asentir ante la pregunta: “¿Es así o no es así?” Y entonces uno como es educado y no quiere
crear asperezas dice: “Sí, seguro, claro.”
Y entonces el hombre que se las sabe todas regresa a su casa sintiéndose
más seguro de sí mismo porque ve cómo todos alrededor le dan la razón sobre su
superioridad ante el resto. Pero un buen
día uno se cansa, aguanta por cortesía, aguanta por respeto, pero un día, nos
levantamos de mal humor, en uno de esos días que uno tendría que quedarse en su
casa porque todo acontecimiento cotidiano y minúsculo se convierte en una
tragedia. Sin embargo, en esa
oportunidad, decidí hacer frente a la poca fortuna que amanecía conmigo, y salí
a la calle dispuesto a enfrentar el desafío de la mala racha.
Era domingo, amanecía lentamente, fui
caminando hasta la cooperativa, compré el diario, algo rico para comer con el
mate y volví a casa. La mañana no
parecía amenazadora pero al doblar la esquina lo vi parado frente al alambrado
que yo había hecho colocar el día anterior. Movía la cabeza hacia un lado y
hacia otro como diciéndole no al alambrado con las manos puestas en la cintura.
Me la vi venir y me repetía por dentro:
tranquilo… tranquilo… escuchalo y andá pa dentro a tomar mate.
Lo saludé
haciendo un gesto con la cabeza intentando escapar de lo que vendría pero y él
me llamó, exigente.
Cuando me acerqué, me anticipé a sus palabras
puesto que sabía que si él comenzaba a hablar ya no quedaría tiempo para
mí. Le expliqué que al alambrador que él
me había recomendado (que era el que había cercado su campo y que por cierto,
era el mejor) no lo había podido encontrar y que por eso había hecho el trabajo
otro hombre. Le aclaré esta situación
para demostrar mi agradecimiento por su ayuda y para que supiera que había
tenido en cuenta su recomendación. Y
entonces él sacó su ametralladora y empezó: que esto está mal puesto, que los
postes están torcidos, que te robó con lo que te cobró, mirá qué bien que quedó
el mío, que un viento fuerte te tira esto al diablo, que si pateas el poste se
cae, que tendría que haber colocado los postes cuadrados, etc. Le expliqué que existía una diferencia
importante de precio entre los postes redondos y los cuadrados y él dijo que bueno,
que habría que haberlo pagado por que me hubiera quedado mucho mejor de la otra
manera. Y uno trata, pone todo de sí
para mantener las buenas relaciones pero tampoco me iba a dejar basurear de esa
manera y entonces sin levantar el tono de voz pero con firmeza y mirándolo a los
ojos le dije: -Yo pongo los postes que puedo pagar.
Ahí nomás me miró un momento, como si fuera la
última vez que se cruzarían nuestras miradas, dio la vuelta y enfiló para su
casa. A partir de aquel día, me saludaba
de lejos, era notorio que a veces me evitaba.
Era como si yo le hubiera dicho: “Por qué no te vas un poquitito a la
mierda y te metes en tus cosas.” Pero no
le dije eso, al contario. ¿Fui bastante tolerante o no? La cosa es que esta situación se prolongó hasta entrada la
Navidad de ese año y para recuperar nuestra relación de vecinos me pareció una
buena idea llevarle una caja de vino.
Cuando lo vi que andaba por ahí, en su casa
(la mejor de todas sin duda alguna), me acerqué con la caja en mis manos y lo
saludé. Iba dispuesto a reconciliarme.
En realidad, quería recuperar la naturalidad en nuestra relación
sabiendo que ella se basaba principalmente en que él pisoteara mi dignidad como
un trapo de piso, pero yo privilegié mi relación de vecinos y fui dispuesto a
escucharlo. Él al verme se acercó hasta
mí pero no abrió la reja que nos separaba ni recibió la caja que ya pesaba
demasiado. La apoyé en el piso y lo
escuché cerca de cuarenta minutos; cuarenta minutos. Me dolía el cuello de asentir todos sus
comentarios. A la larga me abrió la reja,
me invitó a pasar y me mostró su excelente y variada huerta y su imponente
quincho con parrilla diseñado por él mismo. Lo felicité entusiasmado por su trabajo y buen
gusto para que resultara creíble mi falsa admiración y recién entonces tomó la
caja de vino. Me dio una palmada en el
hombro cuando me fui caminando sobre su césped, el césped mejor cortado de todo
el pueblo. Entonces supe que el hombre
que se las sabía todas, sólo podía ver
mi aplauso y mi halago condescendiente pero desconocía totalmente mi esmero y mi más sincero esfuerzo por convivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario