jueves, 2 de noviembre de 2017

Todos los mundos en uno


Lo maravilloso de la ficción es que aunque sea un mundo inventado, lo que provoca en nosotros es absolutamente real. Podemos llorar con un poema, una película o una novela, podemos reirnos, emocionarnos o indignarnos y ese sentir será verdadero y tendrá tanta intensidad como la mentira de la ficción. Les cuento esto porque cuando descubrí la serie Stranger Things ya no pude abandonarla pues está anclada en mi infancia y puede que de alguna manera me ayude a recordarla. Es una serie generacional, ambientada en los 80. No solamente está llena de objetos y situaciones de esos años, sino que en la historia los protagonistas son niños, niños de esa época, que hacen cuevas con sábanas y mantas en sus habitaciones, tienen códigos secretos y hablan entre ellos por wokitokis elaborando planes que sólo a esa edad se pueden inventar. Vienen a nosotros como relámpagos las imágenes de las películas de Spielberg cuando los vemos andar en bicicletas durante la noche iluminando las calles del barrio con sus focos delanteros en medio de una atmósfera sobrenatural. También hay referencias a Carpenter, a Stephen King y a George Lucas, pero si perteneces a otra generación, la serie no te deja afuera; es una historia que te hace lugar y te abraza desde el comienzo con la inmensa ternura que despiertan sus personajes.
Me estoy demorando intencionalmente en mirarla, como cuando era una niña y no quería que se acabara mi helado de chocolate, pero cada vez que decido avanzar en su recorrido siento que paradógicamente voy hacia atrás y vuelvo a mi primera casa cuando papá subía al techo y preguntaba a los gritos si se veía mejor mientras maniobraba la antena de la televisión y mi mamá dejaba levar los bollos de pizza cerca del horno encendido.
Stranger Things es una historia tan bien contada que contiene en su interior todas las demás.