jueves, 15 de octubre de 2020

     Mi mamá era una mujer de radio, nada de tele. Arrancaba tempranito con Radio Rivadavia. Es la mañana y es tan temprana como una rosa, decía la canción que abría el programa de Larrea y que yo detestaba porque debía levantarme para ir a la escuela. Después escuchaba los programas de Badia y se enamoró de Víctor Hugo Morales. Mi mamá era una mujer culta, porque a pesar de no haber terminado la secundaria, la radio le abrió universos que se le habían negado. Quienes la conocieron, deben recordarla siempre con alguna voz de fondo o un tanguito quizás, como pegado a su figura.

    Hoy, cuando escuché que se cumplían 100 años de que existe la radio, me acordé de mi mamá, y aunque pienso en ella todos los días, la imaginé en la cocina preparando milanesas, cerquita del radiograbador estirando el cuello para poder escuchar algún programa a pesar de nuestros gritos y de los ruidos que lanzaba el televisor.
    Que la AM vuele alto, llegue al cielo y sea eterna, como todo lo que amamos.
27/8/21




 El fiambrero


Era uno de esos días de enero cuando el sol castiga la tarde.  Caminé hasta la despensa refugiándome en la sombra de los árboles. El vestido se me pegaba al cuerpo y la tierra armaba remolinos como agitada por el aliento del diablo. 

Cuando al fin llegué,  corrí la cortina de  tiras, como si fuera un telón.  Dije buenas y entré en escena.  El ventilador daba vueltas colgado del techo con tal lentitud, que las moscas podían posarse en sus paletas disfrutando de un viaje en calesita.   El fiambrero hacía la cuenta sobre el mostrador, con lápiz y papel, a un señor que tenía en la mano una bolsa de plástico.  Después, sería mi turno.  Parte de la mercadería estaba al alcance de la mano,  así que tomé una paquete de pan lactal y una mayonesa. Sólo me faltaba el fiambre.  Luego, iba a volver a casa para refugiarme debajo de un ventilador que diera vueltas en serio. El señor se fue y pedí ciento ciento cincuenta gramos de salame. El fiambrero caminaba con cierta dificultad.   Era gordo y tenía el pelo blanco y grasiento.   Fue hacia la otra punta del mostrador donde estaba el rollo de papel. Cortó un pedazo y regresó al lugar de origen. Abrió la heladera y sacó el salame. Tomó el cuchillo y comenzó a afilarlo para poder retirar la tripa que lo cubría.  Ya estaba listo para cortar. Pero antes, se pasó el antebrazo por la frente al grito de qué calor hace hoy y una mancha de sudor quedó estampada en su camisa. Después, puso el salame entero sobre la máquina, lo presionó contra el filo y dejó caer una feta casi  transparente.  Detuvo la máquina y la ajustó.  Volvió a intentarlo pero esta vez era muy gruesa. Estuvo así un buen rato hasta que a la cuarta o quinta feta de salame,  comenzó a cobrar ritmo.  Pareció calcular que había llegado al peso indicado, caminó hasta  donde estaba el rollo de papel y trajo un separador.  Lo colocó sobre la balanza, llevó hasta allí el fiambre cortado y se acercó a mirar cuánto marcaba. Faltan sesenta gramos, dijo, así que volvió a la máquina de fiambre, retiró una nueva feta, la tomó con la pinza y la llevó hasta la balanza.  Repitió este procedimiento, feta a feta, yendo y viniendo detrás del mostrador.   Su dificultad para caminar retrasaba aún más el despacho.  No hace mucho que vivo acá y ya sé que en un pueblo es otro el ritmo de vida, pero conocer al fiambrero me confirmó la idea de que siempre los extremos son malos. 

Cuando estaba llegando al peso indicado, comencé a pensar si me convenía o no pedir queso también, pero un sanguche sin queso no es un sanguche, así que cuando me preguntó si quería algo más dije, sí, quiero. Ciento cincuenta de queso. Detrás, se escuchó un suspiro. Me di vuelta y vi una señora que con cara resignada, como si fuese a pasar allí el resto de la tarde.   Yo no la había escuchado entrar.  Sobre la puerta de entrada, había un reloj de plástico con forma del sol.  Eran las cinco y media.   El fiambrero fue otra vez hasta la punta del mostrador a buscar un nuevo separador. Sacó el queso de la heladera, afiló el cuchillo y repitió básicamente los mismos movimientos que antes. Cuando calculó el peso aproximado y colocó el fiambre sobre la balanza, vio que faltaban sólo treinta gramos. Sin embargo, lo que ahorró de tiempo ahí, lo despilfarró en conversaciones sobre la lluvia que no llegaba.  El problema no era que conversara, sino que cada vez que hablaba suspendía su tarea y se quedaba con la pinza en la mano, duro como estatua.  Y que la lluvia no llega y la seca que va a haber y que patatín y que patatán.   

Ante la pregunta algo más respondí que no, que ya estaba bien, así que el hombre comenzó a envolver el fiambre pero cuando notó que el papel no le alcanzaba, lo apartó y fue a buscar uno nuevo a la otra punta del mostrador.  En ese momento, entró otra señora y se sumó a la espera de brazos cruzados. Qué día, dijo  y  reinició la disertación sobre el clima.   Después, como por acto de magia, sacó un lápiz de atrás de la oreja.  Miró la punta y gracias a todos los santos, estaba en óptimas condiciones para apuntar el pedido.  Pan... tanto, mayonesa… tanto, salame… tanto, queso… tanto.  No va que cuando quiere hacer la línea que cierra la cuenta, se quiebra la mina.  Él dijo ¡La pucha! y yo me dije, ¡Hacé la cuenta mentalmente la puta que te parió!  El fiambrero me miró como si hubiera adivinado lo que estaba pensando. Lanzó un, ya vengo y desapareció detrás de una puerta que había en el fondo del local.  Miré otra vez el reloj.  Marcaba las cinco y media.  O el reloj no andaba, o allí dentro el tiempo se había detenido para siempre.  

Al rato,  volvió con un sacapuntas y comenzó a rotar el lápiz en su interior.  Cada dos o tres vueltas  miraba la mina para ver cómo iba quedando.  Antes de trazar la línea final, sopló la punta y le pasó los dedos húmedos con saliva.  Apoyó el lápiz en cada número que iba sumando, y decía el resultado en voz alta, como si quisiera demostrar su honestidad frente a la clientela.  Me llevo uno, dos y cinco, siete.   ¡Ciento setenta! Dijo y sentí  me  había sacado la lotería.  Pagué justo y dije buenas tardes.  Estaba tan traspirada que al salir, la cortina de plástico se me pegó al cuerpo como telaraña.  Miré el cielo. Estaba nublado y, allá al fondo, unos nubarrones anunciaban la tormenta.  Parece que  al fin va a llover,  pensé y  seguí el camino a casa.