jueves, 25 de febrero de 2010

Escondido en mi país


Hay un lugar escondido en la provincia de Buenos Aires llamado Doyle; un lugar que tomó su nombre de un lejano señor que donó los terrenos en los cuales se fundó la primer y única escuela del pueblo, un lugar con calles de tierra, comisaría, club, almacén de ramos generales, despensas, niños andando en bicicleta perseguidos por perros, bichitos de luz, aroma a pasto y vecinos que me recuerdan aquello que alguna vez tuvimos cuando aún no se habían inventado las rejas ni las puertas Pentágono.
Tuve ganas de comer frutas, hacer dulces y dejar de fumar. Imaginé una huerta, la mecedora de mi abuelo en un rincón de la casa, sus colores, dibujé en un papel el destino final imaginado, me pensé tomando mate en la galería con los pies sobre la mesa, inventé en aquel lugar asados con amigos y colgué imaginariamente el tapiz que traje de Jujuy hace ya unos años.
Algo de ese paisaje y de esa forma de vida se me metió por las yemas de los dedos y me emocioné al saber que es alli donde debo estar, que ese es el lugar que me estaba esperando.
Cuando regresé y volví a mezclarme en el anonimato del conurbano bonaerense, me enteré de que había fallecido Don Salvia el señor que vivía al lado de mi casa, entonces llené un frasco de berenjenas en escabeche que había hecho y por primera vez en cinco años que vivo aca, fui a visitar a Norma, su mujer. Hablamos de la vida, de la muerte, de sus nietos y su loro que no deja de gritar "¡Pancho!, ¡Pancho!". Cuando me fui, Norma me agradeció la visita tomándome de las manos con lágrimas en sus ojos y yo supe que algo de aquel pueblo escondido en la provincia de Buenos Aires me había traído en el corazón.