viernes, 17 de junio de 2011

Negro de mi corazón


Vino a vivir con nosotros en tiempos invernales de inmensa oscuridad, y la suya, era tan profunda y tan honda que lo nombramos Poe en honor al gran escritor, pero luego, con el tiempo, otra palabra fue asomándose en nuestros labios. Fue así como de repente, pasó a llamarse Negro. Negrito era aún más cercano y a veces nos reíamos asociando su color con todos los males de este mundo, sin embargo, lo cierto es que el Negrito llenó de luz aquel tiempo lúgubre.

Dormíamos hasta que el sol comenzaba a despuntar y las rosadas cortinas del cuarto dejaban asomar los primeros rayos de luz. Luego, cuando el sol ya estaba en lo alto, el Negro salía resuelto a trepar nuevos árboles y ya no lo veíamos por un tiempo. Como si temiera que se rompiera algún extraño hechizo, regresaba a nuestra casa cuando la luna le iba ganando terreno al sol.

Al caer la noche, el cascabel que colgaba de su cuello anunciaba su presencia por donde quiera que fuera y era común escucharlo primero y verlo después. El sonido de su cascabel lo había salvado de numerosos pisotones en los cumpleaños, no obstante, si permanecía quieto en medio de un oscuro pasillo durante un tiempo, lo más probable era que recibiera una patada involuntaria o un buen pisotón. A pesar de las disculpas que nosotros le ofrecíamos entonces, el enojo le duraba un buen rato, hasta que llegaba a la conclusión de que era más el amor que recibía que los pisotones, así que se lo veía regresar alegremente con su brillo azabache a cuestas y haciendo sonar el cascabel en todo el barrio.

Nos recostábamos en la cama y él se acomodaba sobre nuestro pecho sin dar demasiadas vueltas. Respiraba hondo una y otra vez, y luego dormitaba abriendo y cerrando los ojos cada vez más despacio, hasta que caía en un sueño profundo. Solíamos dormitar con él, aunque nunca llegábamos a dormirnos completamente porque nos gustaba disfrutar de esos instantes de mágica serenidad en que ambos inspirábamos y exhalábamos a la par, y sentíamos el trágico presente escabulléndose en cada respiración. Era inmensa la sensación de ternura que surgía en nosotros en esos momentos. Creo que por eso lo amábamos tanto, por lo que nosotros éramos cuando él se acurrucaba sobre nuestro pecho como si fuera el lugar más seguro sobre la tierra y como si allí, tibiamente, cuidara nuestros sueños.

Los días de lluvia, el Negro se sentaba bien erguido detrás del vidrio de la habitación formando un círculo con su cola dibujando alrededor de sí un nido protector. Observaba el jardín con mirada de poeta, una mirada quieta pero creativa. Oteaba el horizonte del fondo, allá, detrás del limonero real. Se imaginaba haciendo malabares en la parra salpicada de gotas vidriosas, corriendo junto a otros como él, asustando a los zorzales o saltando nuevos charcos en los tejados aún no transitados.

Un día desapareció y fue tanto nuestro dolor que no podíamos pensar en otra cosa. Los silencios se hicieron más largos al igual que las horas y ninguno de los dos lo nombraba para no transformar aquella ausencia en puñal. Ni siquiera nos mirábamos en esos días, porque sabíamos que en los ojos del otro encontraríamos al Negro pidiendo auxilio.

Al principio creíamos que volvería de un momento a otro, pero los días pasaron arrastrando las noches más oscuras de las que tengamos memoria. Fue tanto nuestro dolor que inundamos la casa con nuestras lágrimas y se dibujó una línea húmeda en las paredes y en los muebles. Caminábamos de un lado a otro en el comedor de nuestra casa y luego salíamos al jardín a gritar su nombre a los cuatro vientos con la esperanza de oír algún cascabel que nos diera la señal de su regreso. Recorrimos el barrio, hablamos con los vecinos y pegamos carteles pero todo hacía suponer que tendríamos que acostumbrarnos a la total oscuridad. No podíamos entender que el mundo no se detuviera, porque había desaparecido la prueba de que aún existía en él algo que nos inspiraba ternura.

Por las noches subíamos a la terraza; el ancho cielo se llenaba de estrellas sin sonajeros, y veíamos a otros vagabundos durmiendo sobre los tejados; nunca a él. Los días de lluvia, nos sentábamos a ver como el agua iba poco a poco humedeciendo el paisaje y rezábamos pequeñas plegarias pidiendo por su regreso.

Y regresó. Esa mañana organizamos una fiesta sólo para nosotros, compramos toneladas de queso fresco y cientos de rollos de hilo sisal. Desparramamos cajas de cartón agujereadas y cintas de colores colgaban de los muebles. Lo abrazamos tanto ese día que nos turnábamos para tenerlo en nuestros brazos un rato cada uno. Le preguntamos sin cesar dónde había estado y también le mostramos nuestra pena sellada en los muebles y en las paredes, para que viera hasta donde había llegado nuestro dolor.

Nunca supimos qué le había ocurrido en esos días de ausencia, lo que sí sabemos es lo que nos pasó a nosotros. Por eso, aunque intenten asociarlo a la mala suerte y a las brujerías, nosotros estamos convencidos de que el Negro, el Negrito, es el color que contiene, definitivamente, a todos los demás.

17/06/11

1 comentario:

Blogger dijo...

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