viernes, 25 de enero de 2013





El fiambrero

            Uno viene de capital y es lógico que sea otro el ritmo de vida pero conocer al fiambrero me ha vuelto a confirmar la idea de que siempre los extremos son malos.  No es que el hombre se dedique a cortar fiambre únicamente, sólo que  quién pidió fiambre alguna vez en ese lugar sabe porqué esa tarea parece anular todas las demás.
            LLego una tarde a la despensa de pueblo apartando de mi cara la típica cortina de plástico a tiras como si me sumergiera  un submundo o como si hubiera corrido el telón de un escenario y descubriera de pronto a los actores en medio de una obra.  Mosaicos gastados, un viejo mostrador en ele.  El ventilador daba vueltas colgado del techo a una velocidad tal que las moscas podían detenerse en sus paletas disfrutando del entretenimiento de una especie de calesita mientras los que aguardábamos nuestro turno, agitábamos un papel o lo que teníamos a mano sobre nuestros rostros para esquivar el calor.
            El fiambrero acababa de realizar la suma de la cuenta a la persona que se encontraba delante de mí, así que yo sería la próxima en ser atendida.
            Parte de la mercadería estaba al acceso del consumidor así que tomé una paquete de pan en rebanadas y mayonesa.  Sólo necesitaba fiambre y me iría nuevamente a mi hogar para refugiarme debajo de un ventilador que diera vueltas en serio. 
            Saludé cordialmente y pedí ciento ciencuenta gramos de salame.  El hombre caminaba con cierta dificultad.  Supuse que tendría unos sesenta y pico de años, estaba entrado en carnes y tenía el pelo blanco y desprolijo.  Transpiraba.  Se dibujaban en su frente algunas gostas de sudor que deseaba no cayeran sobre el fiambre.  Caminó hacia la otra punta del mostrador donde estaba el rollo de papel.  Lo cortó y regresó hacia el lugar de origen. Abrió la heladera y sacó el salame.  Tomó el cuchillo y comenzó a afilarlo para poder retirar con mayor facilidad la tripa que lo cubría. Ahora sí, ya estaba listo para cortar.  Lo colocó sobre la máquina y dejó caer una feta casi transparente, detuvo la máquina y la ajustó, volvió a intentarlo pero esta vez era muy gruesa.  Estuvo asi un buen rato hasta que a la cuarta o quinta feta de salame el hombre comenzó a cobrar ritmo.  Cuando calculó que había llegado al peso indicado, se dirigió hacia el lugar donde estaba el rollo de papel y trajo un separador, uno sólo. Lo colocó sobre la balanza y llevó hasta allí el fiambre cortado.  Faltaban 60 gramos así que volvió a la máquina de fiambres retiró una nueva feta, la tomó con la pinza y la llevó hacia la balanza.  Repitió este procedimiento hasta alcanzar los ciento cincuenta gramos.  Les recuerdo que el hombre tenía dificultades para caminar, lo cual retrasaba aún más el despacho. Cuando estaba llegando al peso indicado, comencé a pensar  si me convenía o no pedir queso también, pero imaginé que un sanguche de salame sin queso no es un sanguche así que cuando me preguntó si quería algo más dije: - Sí, quiero.  Ciento cincuenta de queso.  Detrás mío se escuchó un suspiro.  Volteé levemente y vi a una señora gorda que se apoyaba en el mostrador ofuscada por ver que pasaría allí el resto de la tarde.  Yo estaba tan concentrada en cada feta de fiambre que no la había escuchado entrar. 
            El fiambrero se dirigió nuevamente hacia la otra punta del mostrador a buscar un nuevo separador, uno sólo.  Sacó el queso de la heladera, afiló el cuchillo y repitió básicamente los mismos movimientos con la excepción de que esta vez le faltaban sólo cuarenta gramos cuando hizo el cálculo aproximado y colocó el fiambre sobre la balanza.  Sin embargo lo que ahorró de tiempo en esa situación, lo despilfarró en conversaciones triviales que iniciaba con cada uno de los que ingresaba al local sobre la lluvia que no llegaba.  El problema no era que conversara, sino que cada vez que hablaba suspendía su tarea, en este caso, atenderme a mí que así como veinte minutos que estaba dentro de esa caldera. 
            Iba a pedir jamón, pero como se imaginarán eché atrás mi decisión y ante la pregunta algo más respondí que no, que ya estaba bien, así que el hombre comenzó a envolver el fiambre pero cuando notó que el papel no le alcanzaba, lo apartó y fue a buscar uno nuevo a la otra punta del mostrador.
             Las personas que esperaban ser atendidas,  que ya eran tres, lo seguían con la mirada sin pestañar como si fuera una jugada de tenis.  Regresó y sacó su lápiz de detrás de la oreja, oculto entre las canas,  simulando casi un acto de magia, pues nadie había notado que lo tuviera allí.  Miró la punta y gracias a todos los santos que veneramos, estaba en óptimas condiciones para apuntar el pedido.  Pan... tanto, mayonesa...tanto, salame...tanto y queso...tanto.  Si en algún lugar del universo está Dios no entiendo por qué nos abandona en momentos como éstos.  No va que cuando quiere hacer la línea que cierra la cuenta se quiebra la mina.  Él dijo pucha!  y yo, yo...  Comencé a repetir por dentro "Hacela mentalmente la puta que te parió".  Pensé en darle cincuenta pesos y decirle que se quedara con el cambio pero luego alcancé a ver los números y vi que daba treinta cuatro sin embargo no quería ser descortés ni poner en evidencia su poca habilidad con los números, así que esperé una vez más.  
            El bendito fiambrero desapareció detrás de una pequeña puerta que había en el fondo del local donde seguramente encontraría un nuevo lápiz no obstante, regresó con un sacapuntas y comenzó a rotar el lápiz en su interior observando cada dos o tres vueltas cómo iba quedando.  Me detuve en los rostros brillosos de sudor de las personas que aguardaban, que ya eran cuatro, y entendí el porqué de sus ojeras. 
            Treinta y cuatro- dijo-  Y yo sentí que me había sacado la lotería.
            Un día regresé, era tarde, estaba a punto de cerrar y lógicamente no iba a pedir fiambre , sin embargo la demora se generaba igual, no de manera tan aguda, claro.  El fiambrero le contaba a otro hombre lo cansado que estaba últimamente porque desde la muerte de su madre había tenido que encargarse solo de  atender a los clientes.  Al instante entraron dos o tres personas más, casi al mismo tiempo.   Y entonces dijo una frase que me hizo reflexionar sobre lo sucedido días atrás y hasta me hizo sentir compasión por aquel hombre que no podía dar otro ritmo que no fuera el del lugar a su manera de atender.  Suspiró y dijo: -Miren que por hoy no corto más fiambre!




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