jueves, 31 de enero de 2013


El que se las sabe todas

Este tipo de personaje no habita sólo en lugares como estos, algo solitarios, polvorientos, lejos del ruido y de las tentaciones que ofrece el consumo. Es un tipo de hombre que desarrolla su especie en varios puntos de nuestro querido país; puede que usted, lector de este relato, se haya cruzado con uno alguna vez. La principal diferencia del personaje del que les hablaré con el resto, es que éste pareciera ser el primero en extender la cadena de personas que poseen esa falta de humildad desorbitante que genera en los demás cierta vergüenza y que, sin embargo, son capaces de realizar comentarios ofensivos sobre el otro para vanagloriarse sin siquiera notar que han sido groseros en demasía.
La cosa es que cuando uno sale a la calle y ve a lo lejos dibujarse su figura, tiene dos opciones: o disimula y cambia de dirección haciendo evidente que intenta esquivarlo, o se cruza con él con la seguridad de que escuchará comentarios a boca de jarro sobre sus mejores y más fuertes caballos, sobre su inigualable rastrojero porque es el más aguantador, sobre su hermosa casa que asegura ser la mejor de todo el pueblo, etc. etc. etc. Un poquito de autoestima está bien pero pasados los treinta minutos la conversación se vuelve tediosa. En realidad uno no conversa con este tipo de personaje, sino que simplemente presencia la exposición de un relato absolutamente vanidoso en el cual uno es sólo oyente.  Tu única participación se limita a asentir ante la pregunta: “¿Es así o no es así?”  Y entonces uno como es educado y no quiere crear asperezas dice: “Sí, seguro, claro.”  Y entonces el hombre que se las sabe todas regresa a su casa sintiéndose más seguro de sí mismo porque ve cómo todos alrededor le dan la razón sobre su superioridad ante el resto.  Pero un buen día uno se cansa, aguanta por cortesía, aguanta por respeto, pero un día, nos levantamos de mal humor, en uno de esos días que uno tendría que quedarse en su casa porque todo acontecimiento cotidiano y minúsculo se convierte en una tragedia.  Sin embargo, en esa oportunidad, decidí hacer frente a la poca fortuna que amanecía conmigo, y salí a la calle dispuesto a enfrentar el desafío de la mala racha.
Era domingo, amanecía lentamente, fui caminando hasta la cooperativa, compré el diario, algo rico para comer con el mate y volví a casa.  La mañana no parecía amenazadora pero al doblar la esquina lo vi parado frente al alambrado que yo había hecho colocar el día anterior. Movía la cabeza hacia un lado y hacia otro como diciéndole no al alambrado con las manos puestas en la cintura.  Me la vi venir y me repetía por dentro: tranquilo… tranquilo… escuchalo y andá pa dentro a tomar mate.    
 Lo saludé haciendo un gesto con la cabeza intentando escapar de lo que vendría pero y él me llamó, exigente.  
Cuando me acerqué, me anticipé a sus palabras puesto que sabía que si él comenzaba a hablar ya no quedaría tiempo para mí.  Le expliqué que al alambrador que él me había recomendado (que era el que había cercado su campo y que por cierto, era el mejor) no lo había podido encontrar y que por eso había hecho el trabajo otro hombre.  Le aclaré esta situación para demostrar mi agradecimiento por su ayuda y para que supiera que había tenido en cuenta su recomendación.  Y entonces él sacó su ametralladora y empezó: que esto está mal puesto, que los postes están torcidos, que te robó con lo que te cobró, mirá qué bien que quedó el mío, que un viento fuerte te tira esto al diablo, que si pateas el poste se cae, que tendría que haber colocado los postes cuadrados, etc.  Le expliqué que existía una diferencia importante de precio entre los postes redondos y los cuadrados y él dijo que bueno, que habría que haberlo pagado por que me hubiera quedado mucho mejor de la otra manera.   Y uno trata, pone todo de sí para mantener las buenas relaciones pero tampoco me iba a dejar basurear de esa manera y entonces sin levantar el tono de voz pero con firmeza y mirándolo a los ojos le dije: -Yo pongo los postes que puedo pagar.  
Ahí nomás me miró un momento, como si fuera la última vez que se cruzarían nuestras miradas, dio la vuelta y enfiló para su casa.  A partir de aquel día, me saludaba de lejos, era notorio que a veces me evitaba.  Era como si yo le hubiera dicho: “Por qué no te vas un poquitito a la mierda y te metes en tus cosas.”  Pero no le dije eso, al contario.  ¿Fui bastante tolerante o no? La cosa es que esta situación se prolongó hasta entrada la Navidad de ese año y para recuperar nuestra relación de vecinos me pareció una buena idea llevarle una caja de vino. 
Cuando lo vi que andaba por ahí, en su casa (la mejor de todas sin duda alguna), me acerqué con la caja en mis manos y lo saludé. Iba dispuesto a reconciliarme.  En realidad, quería recuperar la naturalidad en nuestra relación sabiendo que ella se basaba principalmente en que él pisoteara mi dignidad como un trapo de piso, pero yo privilegié mi relación de vecinos y fui dispuesto a escucharlo.   Él al verme se acercó hasta mí pero no abrió la reja que nos separaba ni recibió la caja que ya pesaba demasiado.  La apoyé en el piso y lo escuché cerca de cuarenta minutos; cuarenta minutos.  Me dolía el cuello de asentir todos sus comentarios.  A la larga me abrió la reja, me invitó a pasar y me mostró su excelente y variada huerta y su imponente quincho con parrilla diseñado por él mismo.  Lo felicité entusiasmado por su trabajo y buen gusto para que resultara creíble mi falsa admiración y recién entonces tomó la caja de vino.  Me dio una palmada en el hombro cuando me fui caminando sobre su césped, el césped mejor cortado de todo el pueblo.  Entonces supe que el hombre que se las sabía todas,  sólo podía ver mi aplauso y mi halago condescendiente pero desconocía totalmente mi esmero y mi más sincero esfuerzo por convivir.



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